Columna Bienestar Integral
- Las personas con enfermedades raras enfrentan barreras que trascienden lo clínico y afectan su movilidad y acceso a servicios.
- La inclusión no puede reducirse a una fecha conmemorativa: es una tarea pública, privada y comunitaria.
- El país necesita políticas sostenidas para garantizar diagnósticos oportunos, atención accesible y participación social plena.

Magdalena Macías Macías
Hablar de discapacidad en el contexto de las enfermedades raras no es una discusión que debamos reservar únicamente para el 3 de diciembre. Cada Día Internacional de las Personas con Discapacidad trae consigo el recordatorio de que millones de personas —8.8 millones solo en México, según cifras del INEGI— viven con condiciones que exigen apoyos específicos y políticas realmente efectivas. Pero para quienes convivimos con esta agenda de manera cotidiana, la conmemoración también es una invitación: detenernos, evaluar lo que hemos hecho y lo que falta para que la inclusión sea una realidad palpable y no solo una palabra que repetimos por compromiso.
Desde el ámbito editorial y social he observado que las personas con enfermedades raras enfrentan una doble o triple carga: por un lado, la discapacidad derivada de su condición; por otro, las barreras de movilidad, diagnóstico y acceso a servicios que profundizan su vulnerabilidad. A ello se suma algo más doloroso: el rechazo social. Esa mirada que limita, ese comentario que minimiza, esa estructura que excluye. Lo vemos en comunidades donde la talla baja sigue tratándose desde el estigma; lo vemos en quienes viven con mucopolisacaridosis (MPS), para quienes desplazarse, recibir atención especializada o incluso ser correctamente diagnosticados representa un desafío permanente.
Dignidad y autonomía
Una de las reflexiones más potentes del movimiento por los derechos de las personas con discapacidad es que esta no es una característica aislada del cuerpo, sino el resultado directo de las barreras que mantenemos como sociedad. Cuando se eliminan obstáculos, lo que emerge es dignidad y autonomía; cuando no se eliminan, lo que crece es desigualdad. Por eso, pensar en inclusión exige voluntad colectiva: ciudadanía, instituciones, profesionales de la salud, empresas y autoridades. Nadie está fuera de esta ecuación, porque nadie debería estar fuera de la conversación sobre derechos.
Sin duda, los avances existen, y es importante reconocerlos. En 2018, la reforma al Artículo 4 de la Ley General para la Inclusión de las Personas con Discapacidad marcó un precedente al reconocer la talla baja como discapacidad. Del mismo modo, la adopción del Escalón Universal en estados como Coahuila, Nayarit, Sinaloa, Guanajuato, Michoacán, Querétaro y Jalisco representa un paso significativo para garantizar accesibilidad en entornos públicos. Sin embargo, queda claro que la implementación todavía es desigual y que la armonización nacional será clave para que este tipo de medidas transformen realmente la vida cotidiana.
Experiencia clínica insuficiente
En el caso de las EERR, el reto del diagnóstico sigue siendo una herida abierta. En México, la mayoría de estas condiciones se diagnostican tarde o no se diagnostican, lo que retrasa el acceso a hospitales especializados, terapias y medicamentos. Para quienes viven con MPS, por ejemplo, la oportunidad de recibir atención en su estado de origen es prácticamente inexistente. La experiencia clínica insuficiente y la falta de infraestructura siguen siendo murallas difíciles de derribar.
Necesitamos políticas públicas sostenidas que garanticen diagnósticos oportunos, medicamentos disponibles y servicios accesibles en todos los niveles del sistema de salud. No podemos permitir que el lugar de nacimiento defina la posibilidad de recibir atención. La inclusión empieza en el territorio, en los espacios concretos donde las personas viven, se mueven y buscan atención médica. La atención de las enfermedades raras no puede depender de la suerte, ni del código postal, ni de la capacidad económica de las familias.
Brechas estructurales
Por supuesto, los sistemas de salud deben asumir la responsabilidad de acortar los tiempos diagnósticos, ofrecer rutas claras de referencia y contra-referencia, y fortalecer la capacitación clínica. La falta de conocimiento médico sobre estas condiciones sigue generando errores, retrasos y frustración. La inclusión sanitaria exige corregir estas brechas estructurales.
El Día Internacional de las Personas con Discapacidad no solo visibiliza estas barreras: nos recuerda que la inclusión no puede depender de discursos simbólicos ni de esfuerzos aislados. Es una tarea que exige constancia, presupuesto, planeación y, sobre todo, sensibilidad humana. Cada paso hacia la accesibilidad —cada política clínica bien diseñada, cada ajuste razonable en escuelas, hospitales o centros laborales— es una señal de que avanzamos hacia un país donde la dignidad de todas las personas es reconocida sin condiciones.
Conmemorar no es suficiente; transformar sí lo es. Y en esa transformación, todas y todos tenemos un papel que cumplir.
